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25 may 2011

El poder de la Cartuja (I)

Han sido muchos los que se han dejado encandilar por la belleza de sus formas, atraídos por su esplendor. Desde el Conde de las Almenas hasta la infanta  Pilar de Borbón se han visto inmersos en la historia del monasterio. Sus secretos, sus tesoros y la curiosidad por quienes habitan en ella la convierten en uno de los mayores atractivos de la ciudad, siendo objeto muchas veces de la atención de forasteros y, cómo no, de los propios burgaleses. Debido a este interés por la Cartuja, han sido innumerables las actuaciones por conservarla o, en menor número, modificarla a voluntad. A pesar del transcurso de los siglos, la Cartuja sigue maravillando a todo aquel que la visita, provocando en todos ellos el deseo de salvarla, restaurarla, hacer que perdure para que las próximas generaciones puedan también admirarla. Y la historia de éste deseo proviene de muy atrás, quizás incluso desde su creación en el siglo XV, llegando, inevitablemente, a alcanzar nuestros días y las nuevas tecnologías.
Su historia se remonta al reinado de Enrique III el Doliente, quien comenzó su construcción debido a su deseo de poseer un lugar de recreo y descanso cercano a la ciudad de Burgos, un palacio de caza. Sin embargo, no sería él, sino Juan II el que encontraría la verdadera razón de la existencia del edificio: ser un monasterio cartujo. No sin sufrir la oposición de la nobleza burgalesa, el monarca le cedió a la comunidad cartuja el edificio, bajo el nombre de Cartuja de San Francisco de Miraflores, y al mismo tiempo, decidió que ese sería el lugar donde su cuerpo debía descansar después de su muerte.
El destino quiso que en 1454 el fuego arrasara el inmueble, dando lugar así a la construcción del nuevo monasterio que recibiría el nombre actual, Cartuja de Santa María de Miraflores. Su hija Isabel fue quien le concedió su deseo, encargándose después de la muerte de su padre de la finalización del edificio, paralizado por el reinado de su hermano Enrique IV. Les encargó el diseño del monasterio a Juan y Simón de Colonia, quienes contarían con la exquisita participación del escultor Gil de Siloé. Él se encargó de la elaboración de los sepulcros de Juan II cumpliendo con los deseos del monarca, de Isabel de Portugal y del infante don Alfonso. Aunque numerosos estudiosos han puesto en entredicho la autoría de éstos sepulcros, es indudable la actuación del escultor flamenco, que fue capaz de condensar la grandeza de los monarcas, el estilo asombroso y refinado de las obras y su peculiar firma flamenca, cobrando por ello la elevada suma de 600.000 maravedís.
Muy superior a ésta cantidad es el millón de maravedís que recibió el escultor por la obra clave de la Cartuja: el retablo mayor, realizado en madera de nogal dorada y policromada. Creado en colaboración con Diego de la Cruz, es el atractivo más potente del edificio, que ambienta a la perfección el lugar de descanso eterno y grandeza que anhelaba Juan II cuando ideó el monasterio. Propio del arte de la época, el retablo tiene una finalidad didáctica supeditada a la teología: muestra diferentes escenas de la vida de Cristo. De modo que el edificio cuenta con una simbología potentísima y sobrecogedora, casi de ámbito profético: a un lado, los reyes; a la cabeza, Cristo, quien guía a los monarcas y a toda la sociedad camino del paraíso.

Todo éste poder hipnótico con el que cuenta el monasterio no le pasó desapercibido al conde de las Almenas, Jose María de Palacio y Abárzuza. Amante y mecenas del arte, no se pudo resistir a intervenir en el silencio y la tranquilidad del edificio cartujo. A principios del siglo XX, su estrambótico amor al arte le llevo a querer preservar casi de forma enfermiza la Cartuja: añadió elementos a su antojo, como una cruz en medio de la iglesia o creyó ser Dios al colocarles a las estatuas y obras nuevos brazos y piernas que tiempo atrás se habían perdido. Así mismo, fue el autor del expolio de una de las obras más emblemáticas que formaban parte del patrimonio cartujo: la escultura de Santiago el Mayor. Debido a su situación económica, se vio obligado a subastar en Nueva York en el año 1927 una gran parte de las obras que poseía, entre las que se encontraba la escultura de alabastro del monasterio cartujo. La polémica sobre la desaparición de la obra y su paradero ha llegado hasta nuestros días, siendo casi un siglo después cuando el Metropolitan Museum of Art, donde actualmente se encuentra la obra, ha dado permiso para crear una réplica y ubicarla en el lugar para el que fue creada.


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